viernes, 21 de marzo de 2014

Esto fue rápido


Esto fue rápido, esto no fue nada. Y a la vez lo fue todo.

Fue una ráfaga de viento límpida a comienzos de octubre. Una de las primeras hojas en caer, iluminada por esa luz amarilla y brillante tan propia del otoño.

En esa ocasión desperté por segunda vez en ese mismo día, sintiendo una leve brisa sobre la piel de mi cadera descubierta. Había tomado ya suficiente aire para tomar conciencia. Más que aire, había ya respirado su olor.

Los minutos se deslizaban con la misma tersura que sus dedos acariciaban mis piernas. Y cuando abrí los ojos era momento de terminar por fin con todo esto. Fue una vez que se convirtió en dos, y en tres, y en cuatro, pero nada más.

¿Cómo definir esa brisa que se me metió al fondo del pecho? Es un gusto que ya se me está convirtiendo en nostalgia. El impulso de curvar mi sonrisa bajo unos ojos testigos de lo efímero, frágil y perversamente retorcido de la situación.

jueves, 13 de marzo de 2014

La vida es bailar


Siempre he pensado que si yo hubiera vivido en los años 20’s 30’s yo hubiera sido cabaretera de vaudeville, también he pensado (como seguramente la mayoría de los pseudoalternativos de mi generación) que si hubiera vivido en los 60’s y 70’s hubiera sido hippie, pero ese es otro tema. El punto es que si tuviera vidas pasadas, y pudiera escoger alguna de ellas, escogería ser como Liza Minelli en Cabaret, osea como Sally Bowles.
Desde no hace demasiado tiempo (digamos unos cinco años) he descubierto que bailar me encanta. Siempre me ha encantado. Recuerdo cuando tenía como tres o cuatro años y me ponía a bailar con mi papa sin ninguna razón en específico, sólo por el gusto de bailar. Pero estar consciente de que es algo que realmente me encanta es algo que sucedió hasta hace no mucho, lo cual no es bueno, porque de haberlo sabido antes hubiera presionado insistentemente a mis papás cuando era pequeña para que me metieran a todo tipo de clases de baile además de las ocasionales clases de jazz a las que llegué a ir.
 
Supongo que ha de ser por las endorfinas y todos esos motivos científicos por las que bailar pone de buenas a la gente, pero desde mi punto de vista es mucho más que eso. Creo que no hay nada más emocionante que bailar alguna salsa movidona, nunca he tenido una mejor conciencia de mi cuerpo que durante mis clases de jazz del Tec, y también bailar saca mi lado más cachondo ¡Cómo me encanta!
Entonces me doy cuenta de que si bien ya no existen cabarets como los de Chicago, en donde podría hacer un enorme despliegue de sensualidad a través del juego de la actuación, sí puedo continuar con lo que ha sido mi única amante de toda la vida, la incondicional y permanente pasión por bailar.
Esas ganas de cerrar los ojos al ejecutar cada paso, esa sensación de que cada movimiento sigue naturalmente al anterior y que mi cuerpo es uno con la música, eso es lo que sólo puedo sentir cuando bailo.

Mi mundo es la vista desde mi balcón.

Mi mundo es la vista desde mi balcón. 

Es un mundo pequeño, limitado y miope, que algunas veces me abarca sólo a mí y a lo que cabe entre mi balcón y la cúpula de la iglesia de San Vicente de Ferrer. Cabe esa terraza de enfrente en donde siempre he querido estar, con gente a la que nunca he conocido.

Es pequeño y limitado y miope, pero cabe esa jacaranda y los pájaros que en ella habitan, con todo y su canto. Cabe uno que otro avión que traza su ruta al aeropuerto justo frente a mi ventana con algunos pasajeros que llegan, regresan y se van de la ciudad.

Es pequeño y limitado y miope, pero además del ruido de algunos coches que se escuchan en los alrededores, hay tardes en las que también cabe el ruido de la nada sólo interrumpido por el ruido de la calada a mi cigarro.

Es diminuto. No más grande que una burbuja, pero es feliz y en él encuentro tranquilidad. Tiene un sol particularmente amarillo que inunda todo lo que alcanzan a ver mis ojos.

Mi mundo cabe en la palma de mi mano, o en los poco más de ciento ochenta grados que alcanza mi visión. Sé que hay otros mundos allá afuera, pero no son los míos, y probablemente no serían tan felices.

En tardes como hoy me dan ganas de escribir. De escribir porque sí. Hoy escribo porque me doy cuenta de lo efímero de las cosas, lo rápido que se desvanece la vista que tengo ante mis ojos. En unos minutos será de noche y el cuadro desde mi balcón pronto se volverá un manchón grisáceo y negro.

Mango de manila

Se estaba poniendo el sol, era una tarde de verano con lluvia, cómo suelen ser las tardes de verano en el Distrito Federal.
Había dormido una siesta y trabajado un poco desde mi casa. Era una tarde relajada en la que disfrutaba de ninguna compañía además de mi conciencia. Escuchaba a Nina Simone que sonaba desde la sala. A pesar del leve frio y la humedad me encontraba sedienta. Ese día por la mañana había pasado un buen rato parada a la intemperie durante la única hora y cuarto en la que brilló el sol.
Tenía antojo de una cena ligera, algo fresco. En eso recordé el plato de frutas que tengo en la barra de la cocina. Me acerqué y noté un mango que desde antier ya se estaba pasando.
Saqué un tazón, lavé el mango. Me disponía a cortarlo para comerlo muy ordenada y limpiamente en mi sillón de la sala, viendo quizás una película, o un capítulo de la segunda temporada de How I Met your Mother.
 
Mi método en el caso de los mangos suele ser  sencillo y efectivo. A ese tipo de frutas las corto en tres rebanadas, dejando al hueso en la rebanada de en medio, para después cortar pequeños cubos fáciles de atrapar entre los dientes de un tenedor. Sin manchas, sin salpicaduras.
Comencé con las rebanadas laterales, como siempre, dibujando con el cuchillo pequeños cortes para formar una cuadrícula. Cuando tomé la rebanada de en medio me quedé con el hueso entre las manos. El aroma de la fruta era tan fuerte que no pude resistir darle una mordida. Esa fue mi perdición.
 
Fue en cuestión de instantes que arranqué un poco de la cáscara que aún se encontraba alrededor del hueso. En cuanto la pulpa llegó a mi boca con el primer mordisco, mis papilas gustativas despertaron y sintieron el sabor. Inmediatamente después, este primer bocadito fue resbalando por mi garganta, dulce, suave y frío.
El segundo mordisco vino casi de manera instantánea, y el tercero y el cuarto. Mordiendo cada borde, todo alrededor, terminé con el hueso. Hasta ahí podría haber detenido el desliz y retomado mi ascético método para extraer la parte comestible, pero no pude parar.
Mordí y succioné, lenta, cuidadosamente, estirando la cáscara para poder tener acceso a cada cubito de mango que había cortado anteriormente. Cada uno de esos pequeños cortes simétricos contenía en sí toda una experiencia dulce pero ligeramente ácida, sólo lo suficiente para hacer funcionar todas y cada una de las papilas que cubren mi lengua.
Podía sentir cómo el tazón que había dispuesto para poner el mango contemplaba con envidia el jugo que corría por mis labios y resbalaba hasta mi barbilla, la manera en que los cachos de cáscara caían de mis manos llenas de jugo y saliva.
Así, parada junto al fregadero, con las manos y la boca llenas del caramelo, mientras se escuchaba de fondo I put a spell on you, traté de recuperar hasta el último pedazo que quedaba pegado a la cáscara y terminé con él. Lavé el cuchillo, guardé el tazón sin usar en la alacena, tomé los pedazos de cáscara y el hueso y los eché en el bote de la basura orgánica.

Opción vs. elección


Por qué yo, mujer, no le diré a él, hombre, que me gusta

A mis veintiseis años siento que estoy en el punto cumbre del proceso de conocimiento del lugar que me toca en el mundo como mujer. No porque esté totalmente a favor de la revolución feminista, ni tampoco peleada a muerte con los roles tradicionales. A mis veintiséis años me he ido construyendo una idea funcional únicamente para mí de lo que quiero y debo hacer como mujer.

Está este niño que me gusta, desde hace un par de meses quizás. Nunca se lo he dicho y  nunca se lo diré. Yo no sé si le gusto a él, pero tampoco le haré la pregunta. Platicándolo con amigas y amigos, casi todas ellas me han dicho que debo esperar, casi todos ellos me han dicho que debería tomar alguna acción al respecto.

Fiel a mi género he decidido no decir ni hacer nada. He aquí el por qué. Hay muchas justificaciones del por qué debería hacerlo, casi siempre basadas en que en estos tiempos no tiene nada de malo que una chica declare sus sentimientos a un chico. Pero no lo creo así, al menos no en mi caso.

Es cierto que no tiene nada de malo. Quizás el temor al rechazo es igual en hombres que en mujeres, y yo no me salvo de esto: Claro que me da miedo el rechazo. Pero además de esto, que en última instancia solo conllevaría más esfuerzo en mi decisión de soltar la sopa, hay otras razones que son las que definitivamente me detienen.

En realidad la cuestión es bastante sencilla: Yo quiero ser una elección deliberada y consciente, el camino más claro a seguir, no sólo una opción entre varias. Si yo le digo a este, o a cualquier otro chico que me gusta, entonces voy a quitarle la oportunidad de que me elija. 

Esto podría parecer un poco egocéntrico, pero déjenme explicarles que además de esto no hay en mi cabeza nada más justo y equitativo, así como valioso para quién quiera que sea el chico en cuestión y yo. Yo no sé lo que quiere él, pero definitivamente tengo claro lo que yo quiero. Y lo que yo quiero es a él. No me queda duda actual ni futura. Pero precisamente porque su cabeza no es la mía, es que necesito que él dé el salto y me elija también.

Yo me conozco. Sé y siento la manera en que él me gusta y atrae. Sé cómo soy como novia, lo que estoy dispuesta a dar y lo que no; creo que a pesar de las fallas que pueda tener, estoy dispuesta a ser una excelente pareja y me aseguraré de que quien sea el merecedor de tenerme así se sienta privilegiado. A esa persona en su momento podría asegurarle desde hoy que su acto de valor va a tener la recompensa indiscutible de saber que él también fue y será mi elección, y recibirá de mí, en reciprocidad, el mejor de los tratos. Lo único que pido es, que de ser el caso, me haga saber que soy su elegida y que actúe en consecuencia.

En cambio, si fuera yo quien declare sus intenciones, entonces me convierto en una de sus opciones, una bastante al alcance de la mano. Bien hablaba Sartre de la  ansiedad que causa la libertad para elegir. Pero en este caso le estaría ahorrando el proceso de tener que elegir si yo le digo lo que siento. Sería abrirle un camino en medio de la nada listo para ser transitado sin mayor dificultad. Pero así como a mí me causa ansiedad el tener que atinarle a que él, a quién yo he elegido, me elija también, creo que el también debe de hacer el esfuerzo que conlleva estar suficientemente seguro de que con quien quiere estar es conmigo.

No sé si es algo que le suceda generalmente a las mujeres u hombres. Pero en general, creo que los sentimientos de los hombres tienen algunos matices menos que los de las mujeres. Es por eso que si yo me complico tanto en vivir cada uno de los dobleces de mis sentimientos, un chico para mí también querrá hacer su parte y tomar una decisión clara y sin titubeos.

Y si no resulta ser él, si este chico no me escoge a mí, no pasa nada. La magia de una pareja es justamente eso: que los dos hayan sido la elección del otro. Si no soy su elección prefiero nada a saber que sólo fui su opción.

Un justo medio más humano

Como otras veces, son las ideas de otros quienes terminan por inspirarme a escribir: esa necesidad de continuar con el diálogo y aportar más ideas a un tema que me toca en mi realidad más inmediata. El día de hoy se trata de una columna en Sin Embargo titulada “El mito de la súper chica, súper cabrona y súper chingona”  (http://www.sinembargo.mx/opinion/11-01-2014/20596)

Para dar un poco de contexto, el artículo que menciono arriba habla sobre las mujeres que viven la vida construyendo su autosuficiencia: una generación de mujeres para quienes pensar en tener pareja representa una debilidad que resta puntos a la imagen de “súper chica, súper cabrona y súper chingona”. De las mujeres que en aras de demostrar su independencia, dejan el alma y las fuerzas para convencerse y convencer al resto de que son capaces de (sobre)vivir sin sentirse abatidas por la soledad.
Leyendo esta columna me pongo a pensar que éstas, las que  tratamos de acercarnos al mito de la súper chica, somos nada más y nada menos que quienes conscientes de los estereotipos de género tratamos de desmarcarnos de ellos a toda costa. Me incluyo en este grupo y hablaré desde mi punto de vista. Quienes tratamos de ser la súper chica somos aquellas que queremos tomar  todo lo que la liberación femenina se ha jactado de darnos: la conquista de un pedazo de libertad que antes había sido negado a nuestras antecesoras. Y entonces ¿qué ha pasado? Que hemos optado por convertirnos en todo lo contrario a lo que fueron nuestras abuelas: De ser amas de casa,  protectoras del hogar y lo privado, nos hemos convertido en trabajadoras con el valor de mudarnos solas y hacernos cargo de nuestra propia seguridad y bienestar material sin ayuda de nadie. Hemos tratado de demostrar que también podemos ser como se piensa que son los hombres.

Las súper chicas nos hemos dado a la tarea de convertirnos en la antítesis de la ama de casa perfecta de los años 50. Pero en nuestra desesperación hemos hecho de nosotras una máquina económica, esclavizadas por la necesidad de responder a las nuevas expectativas que tiene la sociedad sobre nosotras. Hoy también escuché el caso de una chica a la que le fue negada una beca para estudiar en el extranjero solamente porque a la pregunta de los entrevistadores de “¿Cómo te ves dentro de los próximos 10 años?” ella contestó que aspiraba a estar casada y con hijos. A pesar de que tenía un perfil sobresaliente, ella no pudo obtener la beca, ya que a los ojos de quienes la otorgaban era un desperdicio financiar el crecimiento académico de alguien que incluía entre sus aspiraciones el tener una familia.
Es así que nos vemos obligadas a recrear un modo de vida en el que intentamos convencer a los demás y a nosotras mismas de que no necesitamos a nadie más (mucho menos a un hombre); pero no sólo eso, sino que además nos vemos presionadas a pensar que un futuro acompañadas solo representa una desventaja para desempeñar nuestro rol en la sociedad (como lo indica el ejemplo que más arriba comentaba).

Como en otros casos, pienso que este tema es sólo una de las caras de la moneda: El rol de proveeduría y autosuficiencia ha sido exigente con los hombres en el pasado, y ahora nos toca a las mujeres también asumir esa misma exigencia. Sin embargo,  en el caso de nosotras, al asumir estas nuevas responsabilidades y convertirnos en súper chicas nos hemos visto presionadas a demostrar que somos capaces de olvidarnos de nuestro rol anterior. Pero no sólo eso, sino que debemos de superar con creces las expectativas para lograr ser suficientemente convincentes en nuestro desempeño y entonces poder disfrutar de las libertades a las que de entrada ya deberíamos tener derecho.

En conclusión, de ser sumisas y abnegadas, nos hemos aventado a ser mujeres profesionistas exitosas, autosuficientes sin necesidad de apoyo emocional o económico, multitareas, cuidadosas de nuestro aspecto y preocupadas por nuestra superación sin recurrir a la ayuda de otros a costa de ser mal vistas o parecer incapaces. Pienso que son exigencias con las que no han tenido que cargar los hombres.

Para poder ser equitativos, tendríamos que aspirar a roles de género que se encuentren en un justo medio, considerando las necesidades y aptitudes de hombres y mujeres. Tendríamos que aspirar a la posibilidad de que cada quien tuviera la libertad de decidir ser un hombre amo de casa o una mujer entregada a su carrera, o viceversa. Debemos aspirar a vivir sin  miedo a reconocer nuestra vulnerabilidad humana y  necesidad  de compañía, características que por más fuertes que nos sintamos, estoy segura de que nos aqueja a unas y a otros.

Tierra mojada

Sexo no es lo que sucede en el momento
Sexo no es un instante, no son unos minutos
Sexo es lo que hace sentir cuando se recuerda
Es querer sentir cada centímetro de piel
Es sentir como la sangre está a punto de salirse por los poros

Sexo no es sólo un punto determinado del espacio delimitado por el tiempo
Sexo es escuchar, oler, percibir
Es el conjunto de emociones
Es lo que me despierta en las noches

Sexo es pensar y querer
Sexo es una emoción del color del atardecer
El sexo tiene el olor de la tierra mojada
Tiene el gusto de la sal en los labios
Se siente como el sol en plena cara

 

8/10/2008

 

El sexo es una actitud, es el erotismo. No es un acto con inicio y fin delimitados, no se puede. Es mucho más que eso. Es percibir la existencia de nuestros cuerpos, los vuelve trascendentes. Hace que lo corpóreo y lo mundano se vuelva etéreo.
¿No sientes el calor? ¿no sientes que la atmósfera cambia a nuestro alrededor? ¿no me sientes? Yo casi puedo verlo, puedo tocarlo y sentirlo, es como un fantasma que nos envuelve y acaricia, es como humo de incienso rozando por tu boca, quemando las yemas de mis dedos.
¿No sientes que tus sentidos se disparan, que percibes lo que sólo así sabes que existe?
No creo que sea egoísmo, tanta magia no es cuestión de uno sólo. Si aumenta la extensión de mi piel es sólo por tus manos dispuestas a recorrerla, si se eleva la temperatura es por que se juntan dos elementos incandescentes. No puede ser egoísmo.

 

 

8/10/2008