Mi mundo es la vista desde mi balcón.
Es un mundo pequeño, limitado y miope, que algunas veces me abarca sólo a mí y a lo que cabe entre mi balcón y la cúpula de la iglesia de San Vicente de Ferrer. Cabe esa terraza de enfrente en donde siempre he querido estar, con gente a la que nunca he conocido.
Es un mundo pequeño, limitado y miope, que algunas veces me abarca sólo a mí y a lo que cabe entre mi balcón y la cúpula de la iglesia de San Vicente de Ferrer. Cabe esa terraza de enfrente en donde siempre he querido estar, con gente a la que nunca he conocido.
Es pequeño y limitado y miope, pero cabe esa jacaranda y los
pájaros que en ella habitan, con todo y su canto. Cabe uno que otro avión que
traza su ruta al aeropuerto justo frente a mi ventana con algunos pasajeros
que llegan, regresan y se van de la ciudad.
Es pequeño y limitado y miope, pero además del ruido de
algunos coches que se escuchan en los alrededores, hay tardes en las que también
cabe el ruido de la nada sólo interrumpido por el ruido de la calada a mi
cigarro.
Es diminuto. No más grande que una burbuja, pero es feliz y
en él encuentro tranquilidad. Tiene un sol particularmente amarillo que inunda
todo lo que alcanzan a ver mis ojos.
Mi mundo cabe en la palma de mi mano, o en los poco más de
ciento ochenta grados que alcanza mi visión. Sé que hay otros mundos allá
afuera, pero no son los míos, y probablemente no serían tan felices.
En tardes como hoy me dan ganas de escribir. De escribir
porque sí. Hoy escribo porque me doy cuenta de lo efímero de las cosas, lo
rápido que se desvanece la vista que tengo ante mis ojos. En unos minutos será
de noche y el cuadro desde mi balcón pronto se volverá un manchón grisáceo y
negro.
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