Se estaba poniendo el sol, era
una tarde de verano con lluvia, cómo suelen ser las tardes de verano en el
Distrito Federal.
Había dormido una siesta y
trabajado un poco desde mi casa. Era una tarde relajada en la que disfrutaba de
ninguna compañía además de mi conciencia. Escuchaba a Nina Simone que sonaba
desde la sala. A pesar del leve frio y la humedad me encontraba sedienta. Ese
día por la mañana había pasado un buen rato parada a la intemperie durante la
única hora y cuarto en la que brilló el sol.
Tenía antojo de una cena ligera,
algo fresco. En eso recordé el plato de frutas que tengo en la barra de la
cocina. Me acerqué y noté un mango que desde antier ya se estaba pasando.
Saqué un tazón, lavé el mango. Me
disponía a cortarlo para comerlo muy ordenada y limpiamente en mi sillón de la
sala, viendo quizás una película, o un capítulo de la segunda temporada de How I Met your Mother.
Mi método en el caso de los
mangos suele ser sencillo y efectivo. A
ese tipo de frutas las corto en tres rebanadas, dejando al hueso en la rebanada
de en medio, para después cortar pequeños cubos fáciles de atrapar entre los
dientes de un tenedor. Sin manchas, sin salpicaduras.
Comencé con las rebanadas
laterales, como siempre, dibujando con el cuchillo pequeños cortes para formar
una cuadrícula. Cuando tomé la rebanada de en medio me quedé con el hueso entre
las manos. El aroma de la fruta era tan fuerte que no pude resistir darle una
mordida. Esa fue mi perdición.
Fue en cuestión de instantes que
arranqué un poco de la cáscara que aún se encontraba alrededor del hueso. En
cuanto la pulpa llegó a mi boca con el primer mordisco, mis papilas gustativas
despertaron y sintieron el sabor. Inmediatamente después, este primer bocadito
fue resbalando por mi garganta, dulce, suave y frío.
El segundo mordisco vino casi de
manera instantánea, y el tercero y el cuarto. Mordiendo cada borde, todo
alrededor, terminé con el hueso. Hasta ahí podría haber detenido el desliz y
retomado mi ascético método para extraer la parte comestible, pero no pude
parar.
Mordí y succioné, lenta, cuidadosamente,
estirando la cáscara para poder tener acceso a cada cubito de mango que había
cortado anteriormente. Cada uno de esos pequeños cortes simétricos contenía en
sí toda una experiencia dulce pero ligeramente ácida, sólo lo suficiente para
hacer funcionar todas y cada una de las papilas que cubren mi lengua.
Podía sentir cómo el tazón que
había dispuesto para poner el mango contemplaba con envidia el jugo que corría
por mis labios y resbalaba hasta mi barbilla, la manera en que los cachos de
cáscara caían de mis manos llenas de jugo y saliva.
Así, parada junto al fregadero,
con las manos y la boca llenas del caramelo, mientras se escuchaba de fondo I put a spell on you, traté de recuperar
hasta el último pedazo que quedaba pegado a la cáscara y terminé con él. Lavé
el cuchillo, guardé el tazón sin usar en la alacena, tomé los pedazos de
cáscara y el hueso y los eché en el bote de la basura orgánica.
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